Nacidas en nueve noches de amor entre Zeus y Mnemónise: Calíope la heroica, la histórica
Clío, sensual Erato, Euterpe musical, trágica Melpómene, Polymnia la de los
himnos, danzarina Terpsícore, Thaila la cómica, astronómica Urania. Hembras nacidas
en la fiesta del triunfo de los dioses sobre los titanes deslumbrantes,
maravillosas, las nueve musas derraman el aire que sedientos devoran los
artistas. Eran tiempos en donde nadie admiraba estatuas o joyas: sólo cantos,
sólo cadenas hermosas de letras alrededor de un suceso, a veces rítmicos
sonidos, siempre palabras, siempre palabras.
A veces el
arte enmarca un momento. Modela el barro de la alegría o el dolor, alquimia destinada al viaje hacia los otros. Se siente pena o se
celebra haciendo un himno, se lo dona al aire; otros lo escuchan y recuerdan una pena propia, su cárcel, o se preguntan por el último motivo de esa flecha
enviada hacia adelante, corriendo el riesgo de evaporarse, desaparecer,
volverse era histórica o la nada. Las musas conducen el viaje del alma hacia recónditos lugares y los iluminan.
El artista
dispara como un arquero. Nadie repara quizás en su instrumento: no cuentan las
argucias, la búsqueda técnica, el eco carnal de cada intento. A veces los
arqueros apuntan con certeza la flecha perfecta en el momento indicado. Otras
lanzan al cielo a ciegas, por el puro placer de sentirse a sí mismos durante ese
disparo. Los hay quienes tallan sus flechas, lustran su arco y mueren antes de
terminar su preciosísima tarea.
Hay gente que
nace en pueblos de guerreros, fabricantes de zapatos, tendedores de cables de
luz, transportistas, herreros. Una flecha pasa a lo lejos o muy cerca,
rozándole la piel, y descubren, sorprendidos, la revelación de su destino:
entonces dejan la aldea de seres concretos y caminan hacia atrás descubriendo el disparo original. Otros se topan con el don en una
fiesta del pueblo o durante un ritual religioso: de pronto alguien pone un arco
entre sus manos y les sale el mejor disparo jamás visto: son los bendecidos por
las musas.
Hay pueblos
de arqueros, familias enteras dedicadas a la confección de esas flechas. Ellos enseñan a sus hijos, desde que aprenden a caminar, los
secretos de este oficio improbable, tangencial. Siempre hubo, hay, habrá
arqueros. Sólo que antes definían las batallas y ahora a veces sirven de bufones,
amenizan torneos o adornan, sencillamente, los festejos de personas que
disfrutan consumiendo sus dones. Alrededor
de los arqueros surgieron las industrias hambrientas de dinero, dispuestas a
convertir la fabricación de sus armas en mercancías. Existen festivales,
productores de eventos, inventores de festejos comerciales que aglutinan a los hambrientos
arqueros pidiéndoles monedas a cambio de insumos exhibiéndolos, a veces, a
ellos mismos, en competencias inventadas, rituales ficticios y cronologías
provistas de ceremoniales y efemérides. Hay quienes se rinden seducidos por las
luces artificiales de semejantes actividades: también está el grupo de los
arqueros románticos, leales a sus orígenes, que esconden sus costumbres y las
mantienen impolutas, vírgenes a los dictados de la moda imperante. También
existen los fanáticos arqueros oscuros, radicales, que planean festejos
desgraciados, paralelos, sueñan con exterminar falsos rivales, denunciar a
los arqueros corruptos y definen entomologías de traidores a su raza. Pero todos,
en mayor o menor medida, buscan reunirse para conversar de las sutilezas de su
arte armando cofradías, bandos que delimitan estilos, preferencias,
aspiraciones, y polemizan respecto de sus relaciones entre sí y con todos los
demás del mundo.
Los artistas
somos tan invisibles que nunca se nos dedicó el casillero de un censo. Inútil
precisar una cifra. Se me ocurre que hay más artistas que hombres
ricos, teniendo en cuenta datos de la ciencia estadística que promulgan que el
veinte por ciento del planeta concentra la riqueza en sus baúles. Creo que los
artistas somos más numerosos: quizás más de un tercio del planeta fue tocado
por las febriles, impertérritas musas, en su febril tarea de despertar adeptos
y sostener sus bellos pedestales atávicos, confiadas en virtudes
insistentes y maravillosas.
Nací en una
familia de arqueros: pertenezco al larguísimo, maridado linaje de Melpómene. De
marcado sino trágico, casi todos en mi familia son músicos, periodistas,
poetas, escritores de diversas calidades. También hubo quienes experimentaron
el vértigo paciente de la plástica o la edición. Pero casi todos, en mayor o
menor medida, tenemos la genética compulsiva de ensimismarnos en diferentes
costumbres artísticas. Se toca la guitarra, tambores, piano y se escribe todo el tiempo, con una asiduidad parecida al respiro. Traté de
dedicarme a alguna otra cosa pero siempre recaí, volví al útero conocido de
mirar al mundo y devolverlo con flechas aprendidas desde mi origen. Me enlazo a
personas así, cansada de intentar comprender, saber de otras habilidades
humanas: asumida mi ineluctable condición, sé que sólo puedo alojar la compañía
de hermanos disparadores de las flechas del alma, tatuados con la marca de las
Nueve Hermosas.